En medio de la creciente tensión geopolítica y la marcada diatriba ideológica en América Latina, llama la atención el sorprendente consenso que ha surgido en torno al rechazo al «golpe de Estado» continuado que se está gestando en Guatemala.
Bernardo Arévalo, presidente electo con más del 60 % de los votos en el balotaje de agosto y que asumirá el cargo el 14 de enero, enfrenta una férrea oposición de sectores vinculados con la corrupción y el narcotráfico que se han infiltrado en las instituciones, dificultando la transición política.
En semanas recientes, la fiscal general, María Consuelo Porras, figura central en esta disputa, ha llevado a cabo diversas acciones, como solicitar el retiro de la inmunidad al presidente electo y su vicepresidenta, Karin Herrera; pedir la anulación de los resultados electorales; allanar y sustraer las actas electorales del ente comicial; y promover la anulación del Movimiento Semilla, entre otras medidas que han puesto en peligro la asunción del nuevo gobierno.
A pesar de la esperada solidaridad de presidentes de izquierda, como Gustavo Petro (Colombia), Gabriel Boric (Chile) o Andrés Manuel López Obrador (México), el respaldo internacional ha sorprendido al alcanzar incluso a sectores de la derecha continental. Tanto el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, como el Departamento de Estado de EE.UU., han rechazado las acciones de la Fiscalía. Además, el Parlamento Europeo ha emitido una resolución exigiendo respeto al resultado electoral en Guatemala, con un respaldo de 432 votos a favor, 9 en contra y 39 abstenciones.

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, también ha reconocido el triunfo de Arévalo y le ha brindado su respaldo.
¿Por qué este inusual consenso? ¿Por qué sectores conservadores se unen al rechazo del golpe de Estado en lugar de impulsarlo, como ocurrió en Honduras en 2009 o en Bolivia en 2021?
La respuesta radica en que el golpe se ha reducido a una institución: la Corte de Constitucionalidad ha exhortado al Congreso a «materializar» la toma de posesión, desestimando así los intentos de la Fiscalía. Aunque el mandatario saliente, Alejandro Giammattei, ha expresado su apoyo a la investidura del nuevo presidente, no ha sido determinante en contra de las acciones de la fiscal.
Pero la resistencia no se limita al ámbito institucional. El triunfo de Arévalo es resultado de años de intensas protestas de los sectores populares, que desde 2015 han movilizado al país. Indígenas, campesinos, estudiantes, sindicatos y movimientos progresistas han solicitado la renuncia de la fiscal y han concentrado sus esfuerzos en las últimas semanas.
En este contexto, el respaldo internacional se entiende en función de la inestabilidad en Centroamérica. Las mafias, especialmente las del narcotráfico, influyen en varios Estados de la región, y Guatemala no es la excepción. Además, el cambio en la dinámica política de Centroamérica, con gobiernos que se deslizan fuera de la órbita de Washington, hace que incluso sectores de la derecha apoyen la defensa de la democracia en Guatemala.
Impedir la transición en Guatemala aumentaría la inestabilidad en un peligroso cóctel de narcotráfico, desplazamiento de migrantes y gobiernos que desafían a Washington, en un año electoral crucial. El Departamento de Estado no quiere ahorita reñir con gobiernos que se posicionan a la izquierda (como el de Xiomara Castro en Honduras y ahora Arévalo en Guatemala) porque estos vienen a atenuar las condiciones que hacen posible la influencia del narco en la política y la migración desmedida.
Por todo esto, se ha generado un consenso entre antagónicos actores internacionales para defender la democracia de Guatemala. Impedir la juramentación del nuevo presidente significaría una imposición dictatorial facturada desde las mafias del narcotráfico y la corrupción, lo que dejaría el terreno abonado para nuevas réplicas de este tipo en la región.